sábado, 2 de febrero de 2013

Democracia y educación

Los sucesivos recortes del Gobierno español en materia de educación ponen en peligro la capacidad de los ciudadanos para ejercer la democracia


Los españoles llevamos oyendo desde hace un lustro que el país no funciona, pero que nos van a sacar de ésta. El expresidente José Luis Rodríguez Zapatero (y su horda de ministros sin estudios) y el actual presidente Mariano Rajoy, ambos inexplicablemente licenciados en Derecho, lanzan mensajes de tranquilidad y esperanza mientras las cosas cada día parecen ir peor. Pero no debemos olvidar que España es sólo un reflejo de lo que está sucediendo en todo el mundo, el síntoma de una enfermedad mucho mayor. Y los efectos de esa enfermedad no sólo tienen consecuencias en la economía de todas las naciones, sino en la propia configuración de sus poblaciones.

El mero surgimiento de la llamada marea verde es ya un indicio de que algo falla en la educación española. Los sucesivos recortes en este sector vital para toda sociedad, lejos de alarmarnos, se nos antojan la consecuencia natural —indeseada e intolerable, pero natural— de la situación actual y nadie parece ser consciente de la importancia de la educación en la base de cualquier Estado social y democrático de derecho, pues no existe democracia sin conocimiento, y éste no requiere caudales ingentes de información, que es lo que caracteriza la época en la que vivimos, sino una educación que permita analizar, interpretar, entender y extraer conclusiones de dicha información. Sin esta capacidad, los ciudadanos nos encontramos vulnerables ante los tejemanejes de nuestros gobernantes, que prosiguen con su letanía: «No os preocupéis, nosotros nos encargamos de todo».

Cada cambio de Gobierno en España ha supuesto una nueva ley para la regulación de la educación en España (LOGSE, LOCE, LOE, LOMCE...) en atención al derecho constitucional de los ciudadanos al «desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales» (artículo 27.2), pero la educación básica no prevé enseñar estos derechos y libertades fundamentales, ya que en la asignatura creada ad hoc para ello se estudia de todo menos ética y ciudadanía (más bien, la asignatura de nombre cambiante ha sido usada cada vez más para el adoctrinamiento ideológico), atentando contra el esencial carácter social de la educación. Si los individuos no conocen sus derechos y deberes, ¿cómo se supone que podrán llevar a cabo sus actividades dentro de la sociedad?

Lo mismo sucede con la Economía, segundo pilar de la educación y asignatura imprescindible para la comprensión de cuanto sucede a nivel mundial y las implicaciones de las actuaciones de los políticos. Gracias al ministro de Educación, José Ignacio Wert, esta materia ha perdido todavía más importancia de la que tenía, considerando que anteriormente ni siquiera era obligatoria a pesar de su trascendencia. Ello, sumado a la cada vez menor exigencia de conocimientos matemáticos, redunda en unos graduados incapaces de comprender grandes magnitudes expresadas en números, fenómeno de incultura análogo al analfabetismo que el matemático estadounidense John Allen Paulos ha denominado anumerismo.

El mismo ministro Wert ha anunciado recientemente la eliminación del provechoso Sistema de Intercambio entre Centros Universitarios Españoles (SICUE, popularmente conocido como beca Séneca), consistente en unas ayudas de movilidad creadas por Mariano Rajoy en 19991, cuando ocupaba el cargo de Wert en el Gobierno de José María Aznar. El otro gran recorte del Ministerio ha sido la sustitución de las becas para aprender idiomas en el extranjero por «cursos de inmersión en España» de discutible eficacia en comparación, como ha señalado la Asociación Española de Promotores de Cursos en el Extranjero (Aseproce).

La relevancia de este cambio es máxima en un mundo americanizado, en el que los idiomas —y, especialmente, el inglés— son requisitos indispensables para acceder al ideal de movilidad internacional. No obstante, el nivel de inglés en España es, cuando menos, cuestionable, lo que ha llevado a promover cada vez más el bilingüismo en los centros educativos. El intento es digno de elogio, mas la realidad obliga a realizar una autocrítica: las lenguas extranjeras en España son como el alibombo sobre el que cantaban Enrique y Ana: un ente casi mitológico que, en contra de lo evidente, todos afirman conocer.

Y no sólo nuestros conocimientos de otras lenguas son deficientes, sino que tampoco parecemos saber demasiado acerca de otros países, sobre todo de los continentes africano y asiático. Prueba de ello son las asignaturas de Geografía, que aborda el asunto sólo tímidamente, y Literatura, en la cual ni siquiera se estudian las obras de escritores extranjeros, de modo que los alumnos se gradúan sin conocer —o conociendo acaso por cultura general, los que la tengan— a escritores como Dante, Shakespeare, Molière, Defoe, Poe, Dickens, Lear, Dostoyevski, Flaubert, Tolstói, Carroll, Twain, Stoker, Wilde, Conan Doyle, Chéjov, Wells, Proust, Joyce, Lovecraft, Fitzgerald, Nabokov, Hemingway, Orwell, Salinger, Kerouac, Capote o Kundera, por citar a unos cuantos. Y la situación es aún peor en algunas comunidades autónomas.

A este déficit de cultura literaria hay que sumarle la absoluta exclusión del audiovisual de las aulas, lo cual no deja de ser congruente con una docencia incapaz de usar los recursos tecnológicos para dinamizar las clases y facilitar la enseñanza. Ello se debe a la extrema infravaloración en España de las artes en general, que sólo se abordan en las asignaturas de Historia y Música de manera sucinta y en algunas opcionales. Con respecto al arte considerado históricamente relevante, los alumnos reciben conocimientos básicos sobre pintura, escultura y arquitectura, sobre todo, si bien con un claro descuido de las manifestaciones artísticas más recientes, tendencia que también se acusa en Música a pesar de la innegable importancia musical de la segunda mitad del siglo pasado. Todo ello sin mencionar la casi total desaparición de las artes escénicas, que deben estudiarse a través de asignaturas opcionales y actividades extraescolares (en los centros donde se ofrezcan) o centros especializados. Por aportar un dato significativo, según las estadísticas del Espacio Madrileño de Enseñanza Superior (EMES), de los alumnos que se presentaron a la Prueba de Acceso a la Universidad (PAU) en Madrid en 2012, sólo un 2,5 % procedían de los Bachilleres artísticos.

Esta situación no es de extrañar teniendo en cuenta que, a pesar del «carácter activo y creador» que se le supone a la educación desde incluso antes del franquismo, en la actualidad no se valoran la originalidad ni la creatividad, así como no se promueve la intelectualidad, lo que ha contribuido al estancamiento de la labor docente (en cierta medida materializado en el desmericimiento del Magisterio como carrera profesional) y la disminución progresiva del interés por parte de profesores y alumnos. Asimismo, la división de la educación en Letras y Ciencias ha fomentado la errónea idea de que los primeros no tienen por qué saber realizar cálculos y los segundos no necesitan aprender a expresarse con corrección.

Ésta última es una idea especialmente peligrosa, por cuanto no saber usar el lenguaje nos impide comunicarnos y transmitir ideas a los demás (de ahí la importancia del Latín, una asignatura con visos de desaparecer de continuar las cosas como están). Como proclama el artículo 3 de la Constitución Española, «el castellano es la lengua española oficial del Estado» y «todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla», respetando y protegiendo «la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España». Además, conocer el lenguaje resulta esencial para no dejarse engañar por los trucos de la demagogia, por lo que antiguamente se consideraba inherente a la educación enseñar los rudimentos de la retórica u oratoria, hoy sólo presentes de manera sutil dentro del temario de Filosofía relativo a la lógica.

La asignatura de Filosofía es también fundamental —aunque no todos sepan valorarlo— para el ciudadano perfecto de la democracia, ya que proporciona las estructuras mentales necesarias para reflexionar y comunicarse. Sin este necesario complemento del lenguaje, todos los conocimientos adquiridos en asignaturas como Economía e Historia resultarían inútiles, puesto que faltaría la base sobre la que construir un discurso razonado, coherente y estable. Sin embargo, es otra asignatura cada vez más menospreciada y ante la que los alumnos se preguntan para qué sirve. Después de todo, ¿qué probabilidad hay de que surja el nombre de Tomás de Aquino en una conversación normal?

Una última asignatura presente en la educación obligatoria española es la Religión, la cual, dado el pasado del país, debe identificarse con la enseñanza de la historia y valores del catolicismo, como puede entenderse del artículo 16.3 in fine de la Constitución. Aunque es cierto que la educación siempre ha estado a lo largo de la historia muy ligada a la Iglesia, ello parece incompatible con determinadas enseñanzas deseables en la actualidad, perpetuando prejuicios y estereotipos que posiblemente no se avivarían si se enseñaran la historia y fundamento de las distintas religiones mayoritarias. Además, es discutible la congruencia de permitir este tipo de educación a la vez que se prohíbe la enseñanza privada con fines políticos o de adoctrinamiento.

El sistema universitario no es mucho mejor, partiendo de la base de que un 94% de los que se presentaron en 2012 a la PAU aprobaron en junio. Es sólo un síntoma más de la dolencia europea comúnmente conocida como plan Bolonia, que se basa en una utópica evaluación continua y en que la mayor parte del trabajo tiene que venir de parte de los alumnos. Justo lo que necesitaba una educación ya caracterizada por la absoluta despreocupación y discrecionalidad de sus docentes. Por no mencionar que la única alternativa a la universidad en España son determinadas escuelas privadas, dado el inexplicable descrédito en el país de la formación profesional.

La situación de la educación en España nunca había sido tan crítica como ahora: en la educación obligatoria, los conocimientos son insuficientes y se repiten cíclicamente, impidiendo la enseñanza de otras materias igualmente importantes; en la universitaria, la masificación de las aulas y las crecientes tasas convierten el sistema en una fuente de continuos problemas. Algunos docentes ya apuntan la posibilidad —en contra de la voluntad del líder de la oposición, Alfredo Pérez Rubalcaba— de resucitar el examen de la reválida para acceder a los distintos tramos de la educación secundaria (ESO y Bachiller), así como endurecer los criterios de corrección de la PAU, especialmente en lo referente a faltas de ortografía y uso inadecuado del lenguaje. Desde el sector estudiantil, al más puro estilo de Beatriz Talegón, se exige aumentar el peso de su representación en los órganos de gobierno de las universidades, a pesar de los pobres resultados de instituciones similares, como las Asociaciones de Madres y Padres de Alumnos (AMPA).

Se suele afirmar que actualmente disponemos de «la generación mejor preparada de la historia». Dejando de lado lo cuestionable de semejante aserción, vista la mediocridad de una preocupante mayoría de los graduados escolares y hasta universitarios, debe señalarse, como hizo Wert hace medio año, que lo importante no es que los estudiantes estén más formados que sus antepasados, sino «tan preparados como la mayor parte de con quienes tendrán que competir para encontrar un puesto de trabajo».

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