lunes, 28 de octubre de 2013

¿Un gasto inasequible?

La LOMCE llega en un momento de crisis en el que se plantea más perjudicial que provechosa


Las manifestaciones contra la llamada ley Wert se suceden semana tras semana. La Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa o LOMCE, cuyo proyecto de ley definitivo fue presentado el 17 de mayo de este año, lleva enfrentándose a la oposición popular contra viento y marea desde su concepción como alternativa a la Ley Orgánica de Educación (LOE) hace ya siete años. En concreto, el movimiento estudiantil se ha opuesto férreamente al sistema de reválidas, pruebas externas de evaluación que deben realizarse al finalizar cada etapa educativa (Primaria, ESO y Bachillerato), sin perjuicio de que cada universidad o facultad pueda elaborar una prueba de acceso propia, de modo que el alumno podría tener que superar dos exámenes para acceder a la universidad.

El sistema de reválidas está, en principio, correctamente planteado, habida cuenta de que el examen posee una naturaleza meramente orientativa en la transición de Primaria a la ESO. Sin embargo, el acceso a la universidad se ve afectado por una doble imposición (lo que en Derecho se prohíbe bajo el nombre de imposición bis in idem) en un intento por «fomentar la competitividad y la cultura del esfuerzo». Es aquí donde el Gobierno de Mariano Rajoy ha incurrido en un error fatal: la educación pública (ni aun la privada) no es un negocio ni tampoco una empresa. Si bien debe ser objeto de admiración y aplauso el fomento de la cultura del esfuerzo, se debe rechazar de todo punto una visión competitiva del sistema educativo —propia de una sociedad americanizada, donde impera el paradigma de la teoría de empresa—, puesto que la educación española siempre se ha caracterizado (y ello es digno de elogio) por apostar por el aprendizaje y no por la mera formación o adiestramiento.

En este sentido, resulta también censurable la concepción por itinerarios de la educación secundaria, que ya se observa desde la instauración de la LOE. Parece difícilmente justificable en una sociedad que concibe a los menores de 16 años como niños que se permita a los mismos decidir el itinerario educativo que deberán seguir el resto de su vida y que condicionará irremediablemente sus estudios universitarios y, por ende, su futura profesión (pues el cambio de un itinerario a otro sólo puede realizarse con un esfuerzo extraordinario por parte del alumno), especialmente cuando en la práctica los padres de éstos pueden imponer su criterio sin contar con la opinión de sus hijos. De igual manera, no todos los menores están preparados a la edad de 14 o 15 años para escoger entre el Bachiller y la formación profesional ni se les debe obligar en caso de no conseguir avanzar a «aprender los rudimentos de un oficio validado con un certificado del Ministerio de Trabajo», pues ello vulnera la naturaleza pretendidamente obligatoria de la educación secundaria.

Ciertamente, uno de los principales problemas a los que debe enfrentarse la educación española en la actualidad es que no existe la mencionada cultura del esfuerzo ni una inquietud intelectual o una voluntad de aprender, pero no sólo en la comunidad de estudiantes, sino en la sociedad en general, y ello con el beneplácito y la complicidad del Gobierno, que, lejos de fomentar la cultura, le pone trabas y la cuestiona públicamente. No obstante, existe otro inconveniente que ya observó el expresidente italiano Giovanni Leone hace cuatro décadas. En una entrevista concertada en 1973 con la renombrada periodista Oriana Fallaci, Leone se refirió al «increíble aumento de la población escolar sin un adecuado incremento de las instalaciones y de los medios didácticos» o, lo que es lo mismo, «el hecho de haber facilitado el ingreso a la universidad sin tener en cuenta un criterio selectivo más riguroso y sin haber preparado las estructuras necesarias».

El entonces presidente de la República Italiana proseguía su discurso en estos términos: «Se han suprimido las barreras que sólo permitían el acceso a los que tenían más méritos, pero al mismo tiempo no se han dado las suficientes aulas para que pudieran estudiar. Se ha pasado de la injusticia de una escuela reservada a unos pocos pudientes a la injusticia de una escuela que no sólo acepta a quien no lo merece, sino que además es, en determinados sentidos, una escuela inadecuada. Con la escuela obligatoria quisimos liquidar el analfabetismo. En cambio, en cierto sentido, lo hemos alentado». Aunque la España actual no es comparable a la Italia de los años setenta, resulta cuando menos admirable descubrir que hace 40 años ya se conocían los motivos de la crisis educativa en los países del Mediterráneo.

Según los datos del Espacio Madrileño de Enseñanza Superior (EMES) para el curso pasado, el 99,72 % de los bachilleres madrileños se presentaron a la Prueba de Acceso a la Universidad (PAU) en 2013, de los cuales aprobaron más de 92 %. En consecuencia, casi el 92 % —un 7,4 % más que hace cinco años— de los bachilleres madrileños han tenido la posibilidad de acceder a la universidad el presente curso, lo cual sólo supone algo menos de tres cuartos de los nuevos universitarios. Si a ello se le suma la decrediente oferta de recursos materiales y humanos, la consecuencia evidente es una masificación de las aulas en un sistema supuestamente concebido para un máximo de 65 alumnos por clase.

Con el fin de paliar esta situación, el remedio ideado por el Gobierno ha sido una nueva subida de las tasas universitarias. A modo de ejemplo, en la Comunidad de Madrid el aumento ha ascendido a un 20 % adicional con respecto al año pasado, en el que ya se había subido el precio un 38 %; por tanto, actualmente los estudios universitarios son un 65,6 % más caros en Madrid que hace tan sólo dos años. A pesar de ello, los recortes en educación se han seguido sucediendo y algunas universidades públicas se han escudado recordando en sus recibos que el Estado subvenciona aproximadamente un 85 % del precio real de las carreras universitarias, lo que, si bien es cierto, jamás debería ser usado a discreción como instrumento para justificar el aumento de las tasas.

Esta utilización defensiva de un recordatorio tan incuestionable como necesario es sintomática de una concepción por parte del Gobierno de la educación como un gasto y no una inversión. Por tanto, si ya ha quedado demostrada la falta de rentabilidad del gasto en educación, parece incomprensible por qué no se ataca el problema de raíz mediante un endurecimiento de la PAU: a menos universitarios, menor gasto público. Quizá esta inactividad del Gobierno responda a una firme voluntad de promover al máximo los estudios universitarios y así espolear el pensamiento crítico y la reflexión en los jóvenes (y no tan jóvenes) estudiantes. O quizá se deba a que, después de cuatro años (como mínimo) abonando semejantes cantidades, muchos alumnos acaben pagando algo más del 15 % del precio real de la matrícula mientras la inversión en educación (y, por consiguiente, su calidad) continúa decreciendo y las aulas se saturan más cada curso, con lo que no queda en ellas espacio para la reflexión... y, a duras penas, para los propios alumnos.

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