domingo, 19 de mayo de 2013

La Ley Wert siembra el descontento

En su primer día de vigencia, la ley ya ha cosechado innumerables críticas de diferentes sectores de la sociedad


La Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE), conocida como Ley Wert e impulsada por el actual ministro de educación, José Ignacio Wert, se aprobó ayer con el consiguiente revuelo. Esta ley ha despertado una gran polémica a nivel social y político por los grandes cambios que implica, entre ellos la supresión de la Selectividad, implantada en España desde el año 1986 y que será sustituida con evaluaciones nacionales externas de competencias básicas —diseñadas por el Gobierno— al final de la secundaria obligatoria (ESO) y bachillerato para todos los alumnos, que habrán de superarlas para titularse.

El tema más discutido, sin embargo, ha sido que la calificación obtenida en la asignatura de Religión —optativa para alumnos de primaria y ESO— contará en las notas ordinarias y pasará a engrosar la nota media. Esto resulta una medida algo atrevida si se tiene en cuenta que el Estado español es aconfesional. Nada impide que quien lo desee pueda cursar la asignatura, pero tenerla en cuenta para la media es una decisión que podría plantear conflictos tales como la elección de la asignatura por considerarse más fácil de superar y saber que puede subir la media del alumno.

Poco se puede decir sin hacer suposiciones con la ley recién aprobada, pero una cosa es cierta: ya son ocho reformas de la ley de educación las que se han hecho desde la Ley General de Educación (LGE) en 1970, incluidas la LOGSE (1990), la LOCE (2002) y la LOE (2006). Ocho reformas en 40 años no puede ser algo bueno y quizá sea esa inestabilidad lo que haga que la educación española sea tan pésima. Necesitamos que los políticos establezcan un sistema efectivo al margen de sus ideologías y que lo apliquen sin necesidad de modificaciones cada vez que cambia el Gobierno. La educación no puede depender del bipartidismo existente en este país; los jóvenes son el futuro de la nación.

sábado, 4 de mayo de 2013

Por qué España debería legalizar la marihuana

La penalización de la compraventa de cannabis fue impuesta unilateralmente desde EE UU en contra de los intereses generales


Seguramente alguna vez se hayan preguntado por qué la marihuana es una sustancia ilegal dentro del tráfico mercantil. Los políticos califican al cannabis de droga perjudicial que puede servir de «puerta de entrada a otras drogas», mientras que los teóricos de la conspiración especulan acerca de un intento gubernamental a gran escala por evitar todo aquello que abra la mente y ponen como ejemplo a importantes personajes históricos de los que se dice que hicieron uso de éste y otros estupefacientes.

Entre las teorías más aceptadas, goza de especial popularidad la que pretende relacionar esta ilegalización con las elites estadounidenses. Efectivamente, durante el primer cuarto del siglo pasado, la industria del algodón estaba fuertemente vinculada con los sectores políticos más influyentes del país, por lo que no es de extrañar una campaña de desprestigiación del cannabis para vetar el desarrollo del cáñamo. Especialmente si se considera que entre los más perjudicados se encontraban el magnate de la prensa W. R. Hearst, propietario de la principal empresa maderera de EE UU; la familia Du Pont, dueña de la industria petroquímica más importante del país; y los Mellon, con intereses en el sector petrolero y acceso al secretario del Tesoro de EE UU, miembro de la estirpe.

Tras llegar a argumentarse incluso que los países comunistas trataban de drogar a los estadounidenses para que perdieran el deseo de luchar, las presiones alcanzaron a la ONU y en 1961 fue firmada la Convención Única sobre Estupefacientes con la finalidad de que todos los países persiguieran la venta ilegal de cannabis como hacían los norteamericanos. Ni que decir tiene que España se encontraba entre los Estados firmantes.

Actualmente, el cannabis sólo se halla abiertamente legalizado en la ciudad de Ámsterdam, así como en Corea del Norte y, desde hace medio año, en los estados de Colorado y Washington, en     EE UU. En el caso de España, la Ley Orgánica 1/1992 (la famosa ley Corcuera) y el Código Penal prevén la punición del consumo de drogas en espacios públicos y la tenencia ilícita de dichas sustancias, pero no existe impedimento para una legislación menos prohibicionista en línea con las demandas de diversos colectivos, incluido el partido político Izquierda Unida.

Algunas comunidades autónomas, especialmente País Vasco, ya están estudiando posibles alternativas con una doble finalidad. Por un lado, se pretende dar respuesta a las citadas demandas sociales, puesto que no corresponde al Gobierno ni tampoco al Derecho la prohibición de conductas que no despierten la alarma social. Además, podría desarrollarse una nueva normativa que regulase y corrigiese los vacíos legales que hasta ahora se planteaban a este respecto; una reforma que ya se venía señalando como necesaria desde la Comisión Global de la ONU de Políticas contra la Droga.

Por otro lado, la legalización del cannabis permitiría la adopción de medidas de salud pública para fomentar su uso terapéutico y reducir las inevitables consecuencias de un uso indebido, para lo cual sería de máxima importancia desarrollar una campaña informativa que alcanzase a todos los sectores de la sociedad. Asimismo, la normalización de esta actividad supondría un impulso para las pymes que quisieran competir en el mercado, la creación de puestos de trabajo y un importante estímulo para las arcas del Estado (en el caso de EE UU, el Instituto Cato ha estimado que el ingreso sólo por impuestos podría alcanzar los 8,7 mil millones de dólares anuales).

En España, existen desde hace años clubes sociales de cannabis (40 de ellos forman parte de la Federación de Asociaciones Cannábicas o FAC) y algunos de ellos tributan un IVA del 18 % por las cuotas de sus socios, lo que supone en algunos casos unos 20.000 € anuales por establecimiento. Estos espacios privados suponen una interesante alternativa al modelo de legalización de libre mercado, que podría llevar al consumo desbocado y la aparición de monopolios, y permiten controlar la edad y volumen de consumo, la calidad del cultivo, etc. De ese modo, se acabaría con el mercado negro de la marihuana mediante una industria muy lucrativa que revertiría en la Seguridad Social e incluso admitiría un impuesto especial similar al aplicado a otras sustancias, como el alcohol y el tabaco.

Acerca de la discusión sobre si es admisible que un Estado permita a sus ciudadanos consumir y traficar con drogas, debe señalarse que las drogas no son más que la materia prima de origen biológico usada para elaborar medicamentos —no es casualidad que en inglés ambos se denominen genéricamente drugs—, desde analgésicos hasta antihistamínicos, que a menudo no precisan prescripción, lo que lleva a su uso irresponsable. De hecho, algunas de estas sustancias ya han sido objeto de una legalización a escala mundial, como es el caso del etanol, presente en el alcohol, o la nicotina, que se encuentra en el tabaco. E incluso existen estimulantes que la farmacología cataloga como drogas pero jamás se ha considerado siquiera la posibilidad de prohibirlos, como las presentes en bebidas energéticas (cafeína, teína, guaranina, mateína, taurina, ginseng…) o la teobromina, que se puede encontrar en un alimento tan inocuo como es el chocolate.

El cannabis no es sólo la droga ilegal más consumida en todo el mundo, sino también la menos perjudicial después de los hongos alucinógenos, ambos muy por debajo del potencial daño que produce el consumo de cocaína, heroína o esteroides. Ningún estudio científico ha demostrado hasta la fecha que el consumo de cannabis afecte negativamente a la salud (de hecho, existen variedades sin ningún poder psicoactivo), por lo que su tasa de mortalidad relativa es de cero, a diferencia del tabaco, que produce una media de 5 millones de muertes al año y entre el 70 y el 80 % de los cánceres de pulmón. En cuanto al alcohol, su consumo causa por sí solo en torno a 2,5 millones de muertos anuales, siendo la sustancia de este tipo más dañina después de la heroína. Huelga decir que ambas sustancias, así como la cafeína, poseen un potencial de adicción mucho mayor al de la marihuana (en torno al 21 %) con índices del 100 % (nicotina), 82 % (alcohol) y 72 % (cafeína).

El antiguo jefe de gabinete de Argentina, Aníbal Fernández, ya señaló recientemente a este respecto que «la represión al usuario no consiguió nada y las redes de narcotraficantes proliferaron más que nunca en el mundo». No parece, pues, descabellado pedir al Gobierno que lleve a cabo una coordinación entre todos los ministerios implicados, sobre todo los de Sanidad, Hacienda y Justicia, para definir el alcance de una nueva normativa y explotar al máximo las prometedoras posibilidades de este mercado latente. Todo ello, por supuesto, sin alcanzar a las actividades en las que tradicionalmente no se hallaba despenalizado el uso de esta sustancia, como es el caso del consumo por menores de edad, en competiciones deportivas o al volante de cualquier clase de vehículo. Asimismo, debe tratar de impulsarse la floreciente industria del cáñamo, que hasta la fecha ha demostrado su potencial en los sectores textil y maderero e incluso como fuente de energía renovable.