domingo, 9 de febrero de 2014

Paradojas legales

Toda una generación de graduados en Derecho no puede ejercer su profesión... en virtud de la Ley


La prensa escrita anunciaba la semana pasada la creación de la plataforma 'Abogados sin toga' para hacer pública la situación de centenares de graduados en Derecho sin posibilidad de ejercer. Tras cuatro años de carrera, un máster de formación y 600 horas de prácticas —generalmente no retribuidas—, una generación entera de graduados se han convertido en ninis forzosos debido a la falta de convocatoria del examen final previsto en la Ley 34/2006 de acceso a la abogacía. Los portavoces de la plataforma denuncian este 'limbo' en el que se encuentra la más reciente promoción de graduados en Derecho, que no pueden desempeñar su oficio por no estar colegiados ni seguir realizando prácticas por no ser estudiantes.

La citada ley exige para la colegiación de los titulados en Derecho la acreditación de su capacitación profesional mediante una prueba específica tras «la superación de la correspondiente formación especializada». Dicha prueba había sido anunciada para abril o mayo del presente año, pero el Ministerio de Justicia no ha confirmado la convocatoria y los afectados desconocen su estructura y temario. Entretanto, el foco del debate se ha dirigido en muchos casos hacia la denuncia de la discriminación sufrida por los graduados frente a los antiguos licenciados.

Tras la entrada en vigor del plan Bolonia, las licenciaturas, diplomaturas e ingenierías fueron sustituidas por los grados para los estudiantes de nuevo acceso; los que ya se encontrasen cursando una titulación por el plan antiguo podrían finalizarla sin pasarse al grado, salvo en aquellos casos en que una asignatura quedara extinta en segunda o tercera matrícula. De igual modo, la Ley 34/2006 estableció una quita para titulados en Derecho que se colegiasen antes del 1 de noviembre de 2013 y licenciados que procedieran a colegiarse dentro del plazo de dos años desde el fin de sus estudios. Esta prórroga sólo para los licenciados —que ha provocado incrementos de más del 2.000 % en el número de colegiados de localidades como Lucena (Córdoba), donde las cuotas son menores— pone de manifiesto la inexistencia de una equivalencia jurídica con los graduados, a los que se les requiere además completar un curso de formación de año y medio y la mencionada prueba de acceso.

Entre los motivos de esta flagrante discriminación, los licenciados arguyen la mayor duración de sus estudios frente a los actuales grados (cinco años con asignaturas anuales y cuatrimestrales en vez de cuatro años con asignaturas sólo cuatrimestrales), lo que determina un mayor grado de dificultad debido al superior volumen de contenido y la imposibilidad de 'liberar materia' por medio de exámenes parciales. Según algunos, el itinerario de los grados es muy inferior al de las licenciaturas, como se demuestra al comparar los manuales propuestos para cada plan de estudios, ya que es imposible estudiar en cuatro años lo que a duras penas se conseguía dar en cinco.

Los anteriores argumentos se sustentan en el patente desconocimiento por los licenciados en Derecho de la dinámica de estudio en los grados, especialmente por lo que se refiere al grado en Derecho. En una rama educativa profesionalmente envejecida, los cambios legislativos en materia de educación apenas alteran la estructura del itinerario formativo, que contempla los mismos temarios (incluso algunos adicionales, como la competencia idiomática) y los mismos manuales que la anterior licenciatura. De esa forma, no sólo no se ha reducido la materia objeto de estudio, sino que actualmente se enseña el mismo contenido, en algunos casos, en la mitad de tiempo, como recuerdan numerosos docentes durante la presentación de sus asignaturas. Ése es el motivo de que los actuales créditos ECTS contemplen también las horas de trabajo fuera del aula: supone la mayor parte del tiempo que los estudiantes de grado deben dedicar a sus estudios.

Al igual que los estudiantes de licenciatura, en los grados son preceptivas las pruebas prácticas y teóricas, quedando a elección del profesor la posibilidad de establecer exámenes parciales, liberatorios o no. Asimismo, es totalmente erróneo que en el grado parte de la calificación consista en asistir a clase; bien al contrario, la asistencia es obligatoria —independientemente de que determinados docentes no la exijan— para poder presentarse al examen final de la asignatura.

Además de las prácticas externas requeridas en ambos planes de estudios, los estudiantes de grado deben realizar un trabajo de fin de grado y presentarlo ante un tribunal para conseguir su título. Sin embargo, todo ello aún no parece suficiente para la plena equiparación con los licenciados, por lo que la norma anteriormente mencionada exige también superar una «formación especializada», a la que se ha dado el nombre de Máster de Acceso a la Abogacía para acogerse a los precios públicos contemplados para los másteres oficiales, que en la capital oscilan entre los 3.150 euros en universidades públicas y los 16.200 en las privadas, según la agencia EFE. Dicho de otro modo, a los 6.480 euros (27 euros por crédito en primera matrícula) que se puede llegar a gastar actualmente un estudiante de Derecho en Madrid se les deben añadir los gastos del máster obligatorio (para el que todavía no se prevén las ayudas contempladas en la ley), los de la eventual prueba de acceso y los inevitables gastos de colegiación (472 euros en Madrid más una cuota trimestral de entre 40,65 y 103,50 euros según la antigüedad).

En resumidas cuentas, después de una inversión de 10.000 euros como mínimo, nada ni nadie garantiza a los graduados en Derecho que podrán ejercer la profesión para la que han sido formados durante más de cinco años. Mientras tanto, las universidades y los colegios de abogados se frotan las manos ante la vulneración de los derechos fundamentales a trabajar y a recibir una formación que capacite para el ejercicio de actividades profesionales. Un crimen perfecto con el beneplácito y la complicidad de los poderes públicos.

lunes, 28 de octubre de 2013

¿Un gasto inasequible?

La LOMCE llega en un momento de crisis en el que se plantea más perjudicial que provechosa


Las manifestaciones contra la llamada ley Wert se suceden semana tras semana. La Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa o LOMCE, cuyo proyecto de ley definitivo fue presentado el 17 de mayo de este año, lleva enfrentándose a la oposición popular contra viento y marea desde su concepción como alternativa a la Ley Orgánica de Educación (LOE) hace ya siete años. En concreto, el movimiento estudiantil se ha opuesto férreamente al sistema de reválidas, pruebas externas de evaluación que deben realizarse al finalizar cada etapa educativa (Primaria, ESO y Bachillerato), sin perjuicio de que cada universidad o facultad pueda elaborar una prueba de acceso propia, de modo que el alumno podría tener que superar dos exámenes para acceder a la universidad.

El sistema de reválidas está, en principio, correctamente planteado, habida cuenta de que el examen posee una naturaleza meramente orientativa en la transición de Primaria a la ESO. Sin embargo, el acceso a la universidad se ve afectado por una doble imposición (lo que en Derecho se prohíbe bajo el nombre de imposición bis in idem) en un intento por «fomentar la competitividad y la cultura del esfuerzo». Es aquí donde el Gobierno de Mariano Rajoy ha incurrido en un error fatal: la educación pública (ni aun la privada) no es un negocio ni tampoco una empresa. Si bien debe ser objeto de admiración y aplauso el fomento de la cultura del esfuerzo, se debe rechazar de todo punto una visión competitiva del sistema educativo —propia de una sociedad americanizada, donde impera el paradigma de la teoría de empresa—, puesto que la educación española siempre se ha caracterizado (y ello es digno de elogio) por apostar por el aprendizaje y no por la mera formación o adiestramiento.

En este sentido, resulta también censurable la concepción por itinerarios de la educación secundaria, que ya se observa desde la instauración de la LOE. Parece difícilmente justificable en una sociedad que concibe a los menores de 16 años como niños que se permita a los mismos decidir el itinerario educativo que deberán seguir el resto de su vida y que condicionará irremediablemente sus estudios universitarios y, por ende, su futura profesión (pues el cambio de un itinerario a otro sólo puede realizarse con un esfuerzo extraordinario por parte del alumno), especialmente cuando en la práctica los padres de éstos pueden imponer su criterio sin contar con la opinión de sus hijos. De igual manera, no todos los menores están preparados a la edad de 14 o 15 años para escoger entre el Bachiller y la formación profesional ni se les debe obligar en caso de no conseguir avanzar a «aprender los rudimentos de un oficio validado con un certificado del Ministerio de Trabajo», pues ello vulnera la naturaleza pretendidamente obligatoria de la educación secundaria.

Ciertamente, uno de los principales problemas a los que debe enfrentarse la educación española en la actualidad es que no existe la mencionada cultura del esfuerzo ni una inquietud intelectual o una voluntad de aprender, pero no sólo en la comunidad de estudiantes, sino en la sociedad en general, y ello con el beneplácito y la complicidad del Gobierno, que, lejos de fomentar la cultura, le pone trabas y la cuestiona públicamente. No obstante, existe otro inconveniente que ya observó el expresidente italiano Giovanni Leone hace cuatro décadas. En una entrevista concertada en 1973 con la renombrada periodista Oriana Fallaci, Leone se refirió al «increíble aumento de la población escolar sin un adecuado incremento de las instalaciones y de los medios didácticos» o, lo que es lo mismo, «el hecho de haber facilitado el ingreso a la universidad sin tener en cuenta un criterio selectivo más riguroso y sin haber preparado las estructuras necesarias».

El entonces presidente de la República Italiana proseguía su discurso en estos términos: «Se han suprimido las barreras que sólo permitían el acceso a los que tenían más méritos, pero al mismo tiempo no se han dado las suficientes aulas para que pudieran estudiar. Se ha pasado de la injusticia de una escuela reservada a unos pocos pudientes a la injusticia de una escuela que no sólo acepta a quien no lo merece, sino que además es, en determinados sentidos, una escuela inadecuada. Con la escuela obligatoria quisimos liquidar el analfabetismo. En cambio, en cierto sentido, lo hemos alentado». Aunque la España actual no es comparable a la Italia de los años setenta, resulta cuando menos admirable descubrir que hace 40 años ya se conocían los motivos de la crisis educativa en los países del Mediterráneo.

Según los datos del Espacio Madrileño de Enseñanza Superior (EMES) para el curso pasado, el 99,72 % de los bachilleres madrileños se presentaron a la Prueba de Acceso a la Universidad (PAU) en 2013, de los cuales aprobaron más de 92 %. En consecuencia, casi el 92 % —un 7,4 % más que hace cinco años— de los bachilleres madrileños han tenido la posibilidad de acceder a la universidad el presente curso, lo cual sólo supone algo menos de tres cuartos de los nuevos universitarios. Si a ello se le suma la decrediente oferta de recursos materiales y humanos, la consecuencia evidente es una masificación de las aulas en un sistema supuestamente concebido para un máximo de 65 alumnos por clase.

Con el fin de paliar esta situación, el remedio ideado por el Gobierno ha sido una nueva subida de las tasas universitarias. A modo de ejemplo, en la Comunidad de Madrid el aumento ha ascendido a un 20 % adicional con respecto al año pasado, en el que ya se había subido el precio un 38 %; por tanto, actualmente los estudios universitarios son un 65,6 % más caros en Madrid que hace tan sólo dos años. A pesar de ello, los recortes en educación se han seguido sucediendo y algunas universidades públicas se han escudado recordando en sus recibos que el Estado subvenciona aproximadamente un 85 % del precio real de las carreras universitarias, lo que, si bien es cierto, jamás debería ser usado a discreción como instrumento para justificar el aumento de las tasas.

Esta utilización defensiva de un recordatorio tan incuestionable como necesario es sintomática de una concepción por parte del Gobierno de la educación como un gasto y no una inversión. Por tanto, si ya ha quedado demostrada la falta de rentabilidad del gasto en educación, parece incomprensible por qué no se ataca el problema de raíz mediante un endurecimiento de la PAU: a menos universitarios, menor gasto público. Quizá esta inactividad del Gobierno responda a una firme voluntad de promover al máximo los estudios universitarios y así espolear el pensamiento crítico y la reflexión en los jóvenes (y no tan jóvenes) estudiantes. O quizá se deba a que, después de cuatro años (como mínimo) abonando semejantes cantidades, muchos alumnos acaben pagando algo más del 15 % del precio real de la matrícula mientras la inversión en educación (y, por consiguiente, su calidad) continúa decreciendo y las aulas se saturan más cada curso, con lo que no queda en ellas espacio para la reflexión... y, a duras penas, para los propios alumnos.

sábado, 24 de agosto de 2013

Transporte público de Madrid: El cliente nunca tiene la razón

Los graves defectos de la red socavan la credibilidad del sistema de transporte público madrileño


La tarjeta transporte público de Madrid cumplirá la semana que viene dos meses de uso obligatorio en la zona A del entramado urbano de la Comunidad. Con un lustro de retraso y una década desde su primer anuncio, la nueva tarjeta telemática —implantada desde hace años en otras capitales europeas, como París y Londres— por fin ha tenido ocasión de demostrar sus indudables y tan proclamadas ventajas... y también sus inconvenientes.

Gracias a la tarjeta sin contacto, más de 350.000 usuarios han podido despedirse del engorroso abono transporte, que consta de una tarjeta identificativa y un cupón mensual o anual, ambos requeridos a la hora de hacer uso del transporte público madrileño. Sin embargo, algunos viajeros se han visto recientemente en apuros ante los inevitables errores de los lectores magnéticos, ya que la única forma de demostrar que la nueva tarjeta está cargada es mediante un dispositivo exclusivo de los inspectores de la red o portando el resguardo de la recarga. En otras palabras, los usuarios han pasado de necesitar una tarjeta y su correspondiente bono a otra tarjeta y su correspondiente recibo; todo un avance por el módico precio de 25 millones de euros, según estimaciones del Consorcio de Transportes de Madrid.

Esta situación pone de manifiesto dos graves problemas que sufre en la actualidad el sistema de transporte público madrileño. El primero es la cosificación de un servicio público, materializado en una tarjeta que deja de funcionar como justificante o soporte para convertirse en producto en sí mismo, como habrá podido constatar cualquier usuario que haya extraviado alguna vez el cupón de su abono: aunque por definición éste no es más que el comprobante de una acreditación para viajar en transporte público, la Administración carece de recursos telemáticos para elaborar un duplicado en caso de pérdida o hurto, aun presentando el resguardo. En palabras de una empleada del metro, «pedir otro abono es como pedir otro jersey en la tienda con el ticket».

El segundo gran problema es el notorio desconocimiento por parte de los trabajadores de la red de transporte público de los derechos que tienen los viajeros. Y ya que la Comunidad destina más esfuerzos y dinero a la promoción que a la información, los usuarios tampoco tienen por qué saber que no existe obligación legal de acompañar la nueva tarjeta del justificante de recarga (no así el abono y su billete), ya que aquélla contiene toda la información necesaria. O que los conductores de autobuses pertenecientes a la Empresa Municipal de Transportes de Madrid (EMT) —no se entiende la excepción del Reglamento de Viajeros del Transporte Interurbano— no pueden negar el trayecto a quienes no dispongan de moneda fraccionaria, sino que deben dar cambio «hasta cinco veces el precio del billete, si dispusiese de cambio para ello, o en su defecto el que tuviese disponible en ese momento, facilitando el resto del cambio pendiente» a través de las oficinas centrales de la EMT.

Ambos inconvenientes obstaculizan el adecuado funcionamiento del pretenciosamente autoproclamado «mejor transporte público del mundo», denominación que probablemente cada vez menos personas estén dispuestas a secundar. Se hace necesario que la Administración madrileña atienda a las demandas de los usuarios y deje de publicitar el mejor servicio para empezar a prestar uno de calidad.